miércoles, 29 de enero de 2014

Cada oveja con su pareja

Si eres de los que te gusta opinar sobre la ropa que está a punto de comprarse tu pareja o si a la contra, te gusta que tu pareja opine acerca de la caída de manga o pantalón que te acabas de calzar,  no tendrás más remedio que entrar con él o con ella al probador y hacer lo conveniente. Sin embargo si lo intentas hacer en la recién estrenada tienda de Primark en Cartagena tendrás algunos problemas porque la discriminación por razón de sexo se hará patente de inmediato: si eres chico y tu pareja es un chico podrás entrar al probador con él. Si eres chica y tu pareja es una chica, también podrás entrar al probador con ella, pero si  eres una pareja hetero quedarás excluido o excluida por razón de sexo, de la entrada al lugar. El otro día me quedé con los pantalones caídos cuando la única alternativa que me dieron para que mi pareja hetero entrara a revisar lo que hubiera sido mi próxima compra, fue que saliera yo con este cuerpo serrano y en plena tienda me marcara unos lances de pasarela casi indecente, por lo irrespetuoso que para el respetable me parece. Yo fui educado en  la generación de los niños con los niños y las niñas con las niñas, estudiábamos separados en institutos masculinos y femeninos y nos vestíamos del rosa o azul conveniente para ir convenientemente diferenciados y aun con esa mala educación que uno tiene, no se me había ocurrido rentabilizar el morbo de estos cortos de miras en busca de cinta de sujetador o de slip reajustado robado entre cortina y anilla mal encastrada. Lo mismo estoy confundido y estos irlandeses de mestizaje ingles lo hacen para dar plus a las parejas del mismo sexo, pero claro, a precio y desigualdad de las de sexo cruzado. Por si sí o por si no y como no lo entiendo bien, no volveré a esa tienda, que para atrás, ni para tomar impulso.

jueves, 23 de enero de 2014

Entre el dos y el tres

Debe haber pasado algún tiempo, no se si una semana o un año. Son esas vacaciones que uno a veces se toma de sí mismo en la zona negociable de la renuncia, que no es tanta como parece, porque al final los rincones de un lado siguen estando siempre custodiados por las esquinas del otro y permiten lo que permiten.

La necesidad de escribir es algo que debería poder contenerse, como las pasiones, como el alcohol o la droga, porque aun no haciendo mal a nadie, tampoco a nadie le gusta sentirse pillado aunque sea por el reflejo de la pantalla en sus propias gafas y de sus gafas en la propia pantalla y así hasta casi la endogamia inútil, como las caras que aparecen multiplicadas en los ascensores del cortinglés provocando la prisa por bajarse en unos y por continuar el viaje para los que disfrutan reproduciéndose en los espejos y llenándolo todo de omnipresencia.  Los gordos y bajitos, lo preferimos rápido (el ascensor) y lento (el pensamiento) a la vez, pero no siempre se conjugan los dos verbos simultáneamente, o el viaje dura demasiado o el pensamiento es tan fugaz que no da tiempo a decidirse por ninguna estación. No me digáis que no os ha pasado lo de pulsar el tres y cambiar de opinión después del dos a punto de frenazo y mientras el abrecierra ejecuta parsimonioso su programa, mirar el móvil con aire interesante -como concentrados en el no saber qué coño hago entre el dos y el tres ahora que acaba de subir la de las mechas cobrizas y hay compaña- que la soledad es muy mala.  La cosa pasa por lo de siempre, ponemos impulso irremediable al pulsar el número pero la dirección no está clara del todo sobre todo cuando no sabemos bien dónde nos encontramos y subir o bajar se convierte en cuestión de lo que toque,  o de lo que pulse la de las mechas, pero tranquilo que lo seguro es que no pasarás del menos tres ni subirás más del siete hagas lo que hagas y elijas lo que elijas. Claro, que si lo del ascensor es jodido, prueba las escaleras, son insoportables.